Por Carlos Jáuregui

Hoy, mientras que las modas más socorridas son las de fotografiar lugares icónicos, llenar hojas del pasaporte y el apropiarse de cualquier elemento cultural extranjero, el mexicano Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) en Ábaco de Granizo (Ediciones Era, 2022) vuelve hacia su propia historia para retomar lo que verdaderamente es México, y reconstruye su pueblo natal de Ahualulco de Mercado, dentro de un florido mosaico formado de recuerdos y de leyendas.
Sin requerir agregar nada adicional a su virtuosa trayectoria como poeta y ensayista (Premio de Poesía Aguascalientes 1992, Premio Mazatlán de Literatura 2019, Premio Bellas Artes de Ensayo Literario 2013, Premio Iberoamericano Ramón López Velarde 2021, entre muchos otros), Lumbreras se sumerge en un ejercicio nemotécnico para mostrarnos sus humildes orígenes, colmado de leyenda, de familias venidas a menos y de monumentos opacos y olvidados.
Siendo su lugar de nacimiento uno de estos tantos poblados que existen en nuestro país como mero punto de referencia dentro del mapa, de los cuales no superan siquiera los diez mil habitantes y, cuyas edificaciones y presente, se sostienen apenas de roídos monumentos, de edificaciones endebles y de vestigios de una mentirosa o gastada prosperidad y mejor vida a aquella que se apostaba en su fundación.
Ahualulco, es el modelo de los pueblos provinciales que, ya sea por una otrora vasta explotación de recursos naturales o por ser un mero lugar de paso, están destinados a la intrascendencia y la omisión dentro del sistema económico global o del interés general; pedazos de tierra seca que se aferran exasperados al cauce de un marchito río, al botín de una esquilmada mina o a cualquier industria decadente bajo la cual subsiste el pueblo.
“Con todo, nuestro pueblo y su gente poseen encantos y dones que el forastero percibe sin demasiadas ceremonias. Desconfiemos del lambiscón progreso.”
Esto es precisamente lo que Lumbreras enfatiza en el texto: Ábaco de Granizo no es un simple ejercicio de memoria, ni la biografía del notable poeta jalisciense; es una sala de exposición realista y desgarradora que muestra la tragicomedia que engulle a los poblados en México, inclusive en este siglo XXI. Es una evocación bucólica plagada de sentimientos y de recuerdo. En el Ahualulco que ilustra Lumbreras, tan bello como caduco, cohabitan presente y pasado, la alegría y la desolación; y, cual purgatorio, ahí también convergen las ánimas de los vivos y los muertos.
El breve y dócil libro se divide en dos partes: dentro de la primera, a través de distintos relatos en donde entremezcla un lenguaje picaresco y poético –con pinceladas de algo de realismo mágico–, Lumbreras hace un recuento de cada sitio icónico que, al menos para los niños de generaciones anteriores, se guarda dentro de nuestra memoria, ilusión y pesadilla por igual: una anciana es visitada por las ánimas de héroes revolucionarios, una oda a un manantial que dota del líquido vital al pueblo, un cementerio que da vida y que interrumpe el descanso de un notable italiano y de un pordiosero apodado como “El Tomaso” que rondan entre los nichos; Lumbreras presenta un espectáculo circense a través del cristal del entendimiento.
Dentro del relato inicial –y uno de los mejor logrados– “Historia de un manantial portátil”, Lumbreras hace un mea culpa para rememorar a dos personajes icónicos del pueblo, y hoy obsoletos: los piponeros; quienes se encargaban de surtir de agua potable a los habitantes del pueblo, a la par de ser también objeto constante de burlas y abusos por parte de la población. A través de una argamasa de fantasía, recuerdo y albur, Lumbreras desentierra datos de época revolucionaria y leyendas para convertir al enano –acompañante de Don Panta en los recorridos de agua y apodado el “cuájano maduro”– en el legítimo heredero de la Hacienda La Gavilana, y quien, en las noches de luna, se convierte en príncipe, celebra fiestas pantagruélicas y enamora doncellas.
“Desde el principio se acoplaron los bailarines, engarce total de cuerpo y alma. Un largo suspirar de los allí reunidos –de admiración y embeleso– partía el aire nocturno con acentos de jazmín y magnolia. Iba y venía la pareja como en un lago de nenúfares un par de cisnes en cortejo. Una sincronía absoluta de un oleaje envolvente. A cada paso y a cada giro, el universo entero se ordenaba en la respiración de los jóvenes.”
En relatos como “La huarachería de Don Cuco” o “La Colorada”, el autor evoca el paso de los años en aquellos sitios donde por igual, se mezclaban encargos de la compra con deseos eróticos; en tiempos donde los viejos, bajo este íntimo concepto de comunidad, velaban por todos los niños del pueblo y en donde una obsesión amorosa adolescente, dictaba el horror o la perfección de la semana.
La decadente gasolinera, los panaderos en bicicleta, la botica y la paletería del pueblo, hoy ruinas de un pasado que formó al autor en imágenes y en sinestesias, dotándolo de recuerdos en donde Lumbreras se pierde entre leyenda e historia –inclusive hay una referencia clara al relato del “Guardagujas” de José Agustín–.
Todo lo describe el autor en un tono de Gabilondo Soler, casi musicalizado:
“Bajo la vigilancia jovial y alburera de Don Cuco, gigantón de mejillas de manzana y voz de tiro de mina, el local parecía más un centro bohemio que un solemne fatigoso taller aplicado en fabricar las sandalias de Mercurio”.
Dentro de “Flamingo´s Night Club”, Lumbreras evoca los focos rojos, los sudores y las sombras de los habitantes de Ahualulco, quienes se gastaban por las noches el sueldo entre cervezas, cumbias y boleros; recalando en un principio rector de México: que sin importar qué tan menesteroso o perdido es un sitio, siempre hay cabida para el pecado. El autor recuerda con cariño a la “La Texana”, fantasía del dominio público y viva imagen de la mulata y sensual Rarotonga (personaje concebido en 1973 por Guillermo de la Parra, dentro de la historieta gráfica “¡Tabú!”).
“Un corro de puertos, besados por el acné, jurábamos haber bailado “El camarón pelao” o “el sirenito” con La Texana, una belleza insumisa importada de un capítulo del Decamerón”.
La valía dentro de la obra de Lumbreras, además del evidente rescate y armonía en el uso del lenguaje, es recordarnos de la simpleza, beldad y trivialidad estos si tios, en donde el tiempo parece haberse congelado en épocas revolucionarias. El colorido vocabulario y su lóbrego tono, crea una mezcla de humor negro y de nostalgia que sumerge al lector en el barro de Ahualulco. Es difícil no acercar el estilo bucólico de Lumbreras con el de Agustín Cadena, de Carlos Fuentes, de David Toscana o de Juan Rulfo. Sus relatos son breves puestas en escena con todo su ruido de fondo:
“Esa colección de ruidos callejeros dijeron adiós para no volver nunca más. Esas armonías de pueblo chico, dodecafónicas a ratos, vibran solamente aquí en estas páginas y en ciertos amaneceres de llovizna sonámbula: cuando eso ocurre, en la cabeza del más afortunado de mis paisanos, esos sonidos pretéritos se filtran por las rendijas de su sueño… música de acompañamiento de una película muda proyectada en un cine.”
Dentro del texto abundan los localismos, españolismos y mexicanismos: como los coyules, los zangoloteos y los saltapericos, solo por citar algunos; que Lumbreras rescata con tino. El autor dota los relatos de alegorías, anáforas y demás figuras literarias; por supuesto, también de rimas, que permiten evocar la niñez y adolescencia del autor. El realismo mágico es la herramienta de Lumbreras.
En una breve segunda parte, el autor jalisciense recuenta a ciertos personajes del pueblo que fueron pilares en su crecimiento: desde su mal habido Tío Melquia (borracho y bueno para nada), hasta pasar por el Tomaso (hijo bastardo y abandonado por el ciudadano más ilustre del pueblo), la Mujer del Veinte (anciana terrateniente solitaria) y finalmente, el Pistache (su padrastro y albañil de profesión). Todos los personajes de Lumbreras son lastimosamente reales y contienen una cierta belleza dentro de su defección; son pintorescos y condenados, sobrevivientes de un México de antaño que vive atrapado en el mundo tecnológico y progresista que los olvidó.
La lectura de Ábaco de Granizo es indispensable para todos aquellos que buscan buena literatura esperando encontrarla en otros continentes. La búsqueda del hogar fuera y la negación del propio origen es una aberración de la modernidad; Lumbreras lo entiende y se pregunta: “de aquellos días de provincia íntima y apacible quedaron algunas huellas?”