
Por Guillem Borrero
Título: Efímera
Autor: Bruno Montané Krebs
Editorial: Contrabando Ediciones
Lugar y fecha de publicación: Valencia, 2022
¿Por qué Efímera? ¿Por ser una novelita de menos de 100 páginas? ¿Porque la vida misma es efímera? Sea como sea, Bruno Montané Krebs ha escrito una novela efímera y perdurable que encapsula tres años cruciales en la vida de un joven con muchos pájaros en la cabeza: estamos ante una muy peculiar bildungsroman en miniatura empapada de una belleza extraña – o de una bella extrañeza- que se nos abalanza encima desde la poderosa portada (una semilla o vagina que se abre mostrando un mundo auroral o crepuscular) y que no la abandona hasta su última y tremenda frase:
Mientras la noche se sumergía en su colosal y oscuro cuenco, pensé que aquellos gritos jamás acabarían.
La protagoniza un tal Félix, joven poeta centroamericano que se embarca hacia un país del sur del continente americano con el único propósito de ver cosas distintas a la que ha vivido hasta entonces. A su llegada, por influencia del amigo de un influyente tío suyo, no tarda en establecer contacto con la élite del país y empieza a codearse con escritores que le brindarán las primeras -y precarias- oportunidades para malvivir de las letras a base de arenques y cerveza tibia. Abundan los cocteles y las fiestas con ínfulas patéticamente europeas -lo que lo liga con algunos cuentos de Monterroso-, pero tampoco faltan visitas a marginales barriadas en compañía de un doctor altruista ni cuartuchos húmedos en los que atruena el vecino cuarto de máquinas de una imprenta. Y de alguna manera, nuestro triste héroe, a golpe de tinta y una ilusión a prueba de desencanto, crece: pronto Félix se las arregla para lograr publicar un libro de poemas al que titula Índigo. Bonito nombre. Solo terminada la lectura un servidor se da cuenta. ¿Qué es índigo? Para los que no están familiarizados con la paleta de colores, índigo es un tono de azul. Azul. No es precisamente desconocido aquel poeta nicaragüense que publicó un libro ya mítico con ese nombre: Azul. ¿Félix es Rubén Darío? Félix Rubén Darío Sarmiento, se llamaba. Bruno Montané confiesa haber leído por encima una autobiografía y haberse basado en algunos de sus versos para recrear imaginativamente -sin afán de veracidad- los episodios narrados en Efímera. ¿Un consejo? Mejor leerla obviando este dato.
Los capítulos se asemejan a las entradas de un diario, pero uno extraviado y que tuvo que ser confeccionado, décadas más tarde, en un esforzado ejercicio de memoria y cuya cronología no es crucial -según confiesa el mismo autor-, como si al narrador se le hubiera caído su vieja bitácora al suelo y mezclado sus páginas, es decir, sus días, así anteponiendo lo que iba después y dejando para el final lo primero. En Efímera, lo que vino antes o sucedió más tarde no tiene importancia, tampoco en qué momento de la historia está ambientada su acción; apenas hay, en toda la novela, menciones a aspectos que puedan orientarnos temporalmente, fuera de la contraportada (finales del siglo XIX, aclara) y ciertos usos sociales anticuados y cargados de naftalina que han de retrotraernos inequívocamente hacia épocas más oscuras, de mejores modales y peores realidades. ¿De ahí procede esa pegajosa y seductora extrañeza? Quizás, efectivamente, sean esta distancia entre el narrador y el tiempo de la acción narrada, o esa azarosa dislocación del orden de los episodios, o incluso la irregular duración de los mismos, lo que inyecta en el relato la constante presencia de algo inminente y ominoso que acecha al final de cada frase, pero que no termina de hacerse conspicuo.
¿Qué subyace o sobrevuela estas páginas? ¿Un conjuro? ¿La premonición de una tragedia? ¿De un terrible final que todo el mundo, menos el extraviado poeta, conoce de antemano? Parece como si el narrador -quien, para consignar sus desventuras en ese país del sur, emplea un muy efectivo lenguaje arcaizante que nos arrastra al XIX y que tanto desorienta como embelesa- tuviera extremadamente claro el contenido de cada uno de sus capítulos. Efímera es como debe ser, dice lo que tiene que decir. Y el lector, aunque uno no atina a saber por qué, no acierta a desentrañar el elusivo y eficaz mecanismo de la narración, nota y agradece el aplomo propio de un autor con mucho oficio detrás que sabe poner el punto y aparte.
En Efímera la realidad está exquisitamente tamizada por la subjetividad del poeta. El mundo se nos aparece distorsionado por acción de sus sentimientos y emociones, como si no estuviéramos sino frente a un sueño de 100 páginas. Cualquier anécdota, por virtud de esta suerte de maldición que impregna las páginas, se erige casi en símbolo. ¿Pero de qué? Su apertura irresuelta funciona como un faro, o como un hechizo magnético, que fascina, que atrapa la mirada, que se clava en la mente para medrar fuera de control consciente y reaparecer en nuestras pesadillas. ¿Qué hay detrás de esa salita donde los vecinos, en espera de pasar a consulta, se rulan una botella de vino mil veces chupada? ¿Qué oscuridad anida en la joroba de su amigo, tan ofendido por el tacto de su deformidad? ¿Por qué los personajes se comunican, precisamente en momentos proclives a la confesión y la ternura, mediante la narración de recuerdos atroces?

Imposible concluir esta reseña sin aludir a Roberto Bolaño; es innegable a todo aquel que lea Efímera la presencia de un elemento en común entre estos dos chilenos contemporáneos, Bruno Montané y Bolaño: una poética cercana, una elección parecida de los elementos de las imágenes más inquietantes, un modo hermano de entregarse a las digresiones perfectas que pocos logran -como por ejemplo en la maestría a la hora de narrar sueños-. No ha de resultar baladí, a fin de cuentas, que militaran de jóvenes -tanto como lo es Félix en Efímera- en el mismo movimiento poético, el ahora afamado infrarrealismo. La aparición de una obra como Efímera, así pues, tiene algo de resurrección. Leerla implica, como sucede con los buenos libros, oír hablar a un muerto.