
Por Carlos Jáuregui
Independientemente de la apreciación propia que se tenga del autor –en sus distintas facetas de cronista, novelista o ensayista– es de apreciar que Villoro es el centro de cualquier tertulia; el sociólogo y políglota no solo tuvo la suerte de estar cercano e involucrado con personajes de enorme trascendencia cultural, sino que su notable observación, memoria y profundidad en materia, lo convierten en el invitado más deseado de una reunión que asuma la postura de “culta”. Su formación casi renacentista lo versa en diversas materias que amplían el abanico temático de su obra.
Leer de corrido más de 760 páginas de ensayos de Villoro publicados recientemente –género que prefiero del autor– no es nada sencillo, debido a la inmensa cantidad y calidad de información que el autor guarda dentro de su sistema operativo y cuyo formato obliga a adentrarse casi sin quererlo en un enorme acervo cultural de cualquier materia que Villoro considere relevante.
Dentro de su último ensayo No soy un robot (2004), Juan Villoro abre el discurso refiriéndose a que la tecnología ha llegado al grado tal de poder crear resúmenes, tesis, textos analíticos, business plans y contratos sin la necesidad de intervención humana; por lo cual, tanto la lectura como la escritura –pilares del acervo cultural del hombre– están asegurados; no obstante, aquello que hoy está en riesgo es un tercer elemento que emana de los textos que es indispensable: la interpretación.
El mismo vocablo de “tecnología”, refiere a las nociones y conocimientos científicos para solucionar problemas o satisfacer necesidades; dicho concepto, entonces, en automático se traduce en absoluto beneficio: lo cual –plantean Villoro y otros cautos– no siempre es así. Con la ahora novedosa implementación de la Inteligencia Artificial en el tintero, hemos atestiguado los alcances del progreso industrial y de una automatización benéfica, hasta llegar a la cultura vacua, a la propaganda nefasta (sexista, xenófoba, misántropa e insultante) e inclusive a suicidios de adolescentes de quienes no soportan su actual realidad y prefieren “dar el paso a esa otra” realidad virtual.
Es una esclavitud disfrazada de libertad. El autor –experto en compaginar distintas materias– advierte sobre el lado obscuro de la tecnología actual y de lo que hoy representa vivir en una la sociedad digital a través de un excelente símil: la tecnología de hoy es un moderno vampiro el cual va minando nuestra información y datos más personales bajo un aparente beneficio de hacérnoslo todo más práctico y veloz, sin siquiera considerar qué es lo cedemos a cambio, atendiendo a la máxima de Andrew Lewis “si no pagas por algo, tú no eres el cliente, tú eres el producto”.
“Como el conde de afilados colmillos, se alimentan de nosotros, oyen nuestras conversaciones, nos acompañan en forma inadvertida y resucitan cuando los reiniciamos. Nada de esto se percibe como amenaza sino como un beneficio ‘no es el vampiro quien elige a sus víctimas, sino las victimas quienes, consciente o inconscientemente eligen al vampiro’”.
Villoro, a través de breves e interesantes secciones, retoma varios conceptos de la periodista argentina Beatriz Sarlo, quien apunta hacia las nuevas tecnologías y la nueva “lectura digital” como algo negativo; lo cual Villoro analiza, previniendo siempre con un juicio ecuánime, para compartirnos, más que respuestas contundentes, preguntas reflexivas a lo largo del camino:
“El cine no acabó con el teatro ni la fotografía con la pintura; y no solo eso: los nuevos géneros se apropiaron de las gramáticas previas para conjugarlas de otro modo. De forma similar, la lectura digital se potencia con la lectura literaria.”
El conflicto entre las formas de la modernidad y la “lectura literaria” y el texto como tal del Siglo XX recae en el mismo problema de siglos anteriores: el acceso, control y uso de la información.
Mientras la antes citada argentina advierte que los textos digitales fomentan un “populismo tecnológico”, Villoro acierta en referir –a través de anécdotas, citas y datos disponibles en el monstruo informático de hoy– otras importantes preocupaciones: primero, la “comunicación atmosférica”, en donde la fuente de información importa muy poco; el absoluto desinterés por la historia y el pasado de la generación actual; el riesgo de convertir toda realidad en una hipótesis alterable; y lo mas relevante, que en la lógica de las redes sociales, lo viral depende menos de lo que se tuitea de lo que se retuitea; es decir, importa poco el contenido, lo relevante es el alcance.
Explorando varios frentes icónicos de lo que hoy llamamos modernidad, yendo desde el bestseller, los passwords , los logos de marcas, los hackers y los GPS localizadores, hasta las noticias falsas, los invasivos sistemas de identificación facial y las agraviantes selfies, el autor mexicano navega entre crónica, recorrido histórico y opinión; ante todo, recopila los pros y contras de lo que hoy representa un texto: su uso, su confección, su comprensión y sobre todo, su utilidad, sembrando conspicuamente en el lector la duda si la sociedad digital de hoy vive en evolución o involución.
Villoro insinúa sobre los riesgos actuales de la tecnología, los cuales parecen ser únicamente detectados por aquellos que nacimos en un mundo libre de internet y en el cual estabas programado para recordar direcciones, posiciones geográficas y arriba de diez números telefónicos adicionales a la carga escolar.
Cada tecnología produce nuevas discapacidades y riesgos, afirma Villoro y lo sostiene a través de múltiples ejemplos en la narración que van desde arrancar una risa: como el infame caso en donde el presidente de México Enrique Peña Nieto durante la FIL no fue capaz de nombrar 3 libros y confundió autores citados; hasta volverse trágicos al estilo Odisea 2000, donde el autor refiere el caso del año 2021 en donde Alexa –bocina y “asistente inteligente” de Amazon– le propuso como reto a una menor de 10 años insertar un centavo en un contacto eléctrico.
No es difícil comulgar con la perspectiva negativa de nuestra extremada dependencia en la tecnología actual, si uno observa los estragos del aturdimiento mental de miles de infantes que pasan los días en las pantallas, los viajeros varados horas dentro de un aeropuerto –deambulando como zombis entre mundos fantásticos de comida, compras y galerías– y contemplar el pánico de alguien a quien se le ha agotado la batería de su dispositivo.
“… diversos especialistas descubrían que la capacidad cognitiva está disminuyendo… la capacidad de entender el mundo ha menguado… según un estudio de IQ en 2018, la humanidad alcanzó su pináculo intelectual a mediados de los años setenta. Desde entonces vamos cuesta abajo”.
La narración de Villoro siempre es divertida y está plagada de aforismos –asimilando al familiar protagónico de las reuniones familiares, que lo sabe todo y lleva la batuta de la plática–. Villoro debe agotar las mañanas entre las secciones de los diarios; como pepenador al alba, debe disectar toda la información y clasificarla por tema. El referir constantemente a temas actuales, dividir la obra en secciones breves y tirar de anécdotas personales –desde diálogos filosóficos con sus hijos, entrevistas a personajes eruditos y cantidad de presentaciones culturales–; Villoro compensa la enorme carga literaria de citas y obras que soportan el texto.
En muy contadas ocasiones dentro de “No soy un robot” ciertas secciones quedan algo truncas al ser solo anecdóticas –cosa que se entiende por el volumen y alcance de la materia contenida–, mientras que la mayoría resuelven exitosamente el problema u observación que hace Villoro y su correspondiente resolución.
Desde el análisis céntrico y probado, además, debemos congratular a Villoro por hacer una aproximación optimista y no condenatoria. No soy un robot, en sus arriba de trescientos folios, pondera el estado actual de la literatura (el auge de las autobiografías y género de real-ficción); el hombre deshumanizado, que ha pasado a confinarse en un número, un algoritmo o una dirección a la cual Amazon envía algo; a la liviandad y rebaja actual dentro de diversos campos (literarios, artísticos, deportivos, culturales, etc.). La breve narración y análisis con respecto a la fotografía: las selfies inauguraron la “era del solipsismo” digital y el horror de que imágenes tuyas floten en la red sin ningún control, la necesidad de fotografiarlo todo ha demeritado lo que antes se tenía que pensar bien, puesto que solo contabas con 14 cartuchos en tu cámara para decidir.
Esto es un símil con los productos de consumo, con el arte y con la literatura actual, el volumen excedido no fomenta la creatividad, la limita; porque la abarata. Villoro puntúa que la lectura digital es óptima para recabar una enorme cantidad de información, pero, así mismo, crea lectores a pedazos, incompletos y retuiteros, que se quedan con la mitad de la información y a quienes les cuesta mantener la concentración por periodos de tiempo que antaño eran indispensables.
Detectando con mucho tino y sin una visión aferrada o nostálgica, el consagrado ensayista nos deja en No soy un robot más preguntas sobre la enorme problemática que plantea al convertirnos en una sociedad enteramente digital.
“La cultura de la letra ha entrado en una decisiva fase de transformación. Aún leemos de un modo que nos distingue de la creciente inteligencia artificial, pero lo humano comienza a definirse por otra alternativa…”.
La abrumadora información que guarda Villoro –a quien a kilómetros se huele que, además de culto, es preguntón– lo hace ser no solo un excelente anfitrión de tertulias y un implacable rival del juego de mesa en Maratón, sino que, además, es un buen antídoto contra tanto “falso lector” que abunda por ahí. Quien se adentra al ensayo de Juan Villoro debe estar preparado mentalmente para hacer anotaciones y guardar un buen listado de lecturas posteriores.
Sabiendo que los libros no desaparecerán ni serán reemplazados (al menos por ahora) por retazos de textos enteramente digitales, es difícil adivinar qué dirección tomará la literatura y nuestra sociedad en general al volverse enteramente digital. El autor mexicano, concluye que el futuro dependerá de la lectura o interpretación que demos a los textos, de los valores o consumo personal y del nivel de autoconocimiento del hombre. Esperanza existe; no obstante, Villoro deja una macabra cita de la española Marta Peirano (2019) que pinta el panorama algo complicado:
“Cada época tiene su propio fascismo…nadie nos obliga a tener la telepantalla encendida. Nosotros mismos nos esmeramos en llevarla a todas partes, cargarla a todas horas, renovarla cada dos años y tenerla encendida todo el tiempo y programada para no perdernos un segundo de propaganda… Su poder no está basado en la violencia sino en algo mucho más insidioso: nuestra infinita capacidad para la distracción. Nuestra hambre infinita de satisfacción inmediata. En resumen, nuestro profeta no es George Orwell sino Aldous Huxley. No 1984 sino Un mundo feliz”.