Muchos conocimos la obra de László Krasznahorkai precisamente por ser ese constante candidato al Premio Nobel de Literatura y por su nombre impronunciable. Siempre decían: “Lo va a ganar el húngaro ése”, o “el Krasznaalgo se lo va a llevar este año”. Había otros que lo conocían por las adaptaciones que había hecho el cineasta Béla Tarr de su primera novela, Tango satánico (1985) y Melancolía de la resistencia (1989). Pero si bien muy pocos habían resistido los 450 minutos (unas siete horas y media) que duraba la película de Béla Tarr, muchos menos habían leído la novela en la que estaba inspirada.
No puedo mentir al respecto: Krasznahorkai es un autor complicado. Su obra se vuelve más inaccesible si consideramos que la publica en español la editorial El Acantilado, donde cualquiera de sus libros cuesta más de 600 pesos. El precio se refleja en la apuesta editorial; tengamos en cuenta que la lengua húngara pertenece a una familia lingüística única y es endemoniadamente difícil de aprender y de traducir. Sin embargo, algo están haciendo bien los escritores húngaros y sus traductores (ya que no creo que ningún miembro de la Academia Sueca hable con fluidez el húngaro), pues han ganado ya dos premios Nobel en el siglo XXI, el primero otorgado en el año 2002 al genial autor de Fiasco, Imre Kertész.
El mérito se consolida si tenemos en cuenta que una lengua potente y de mayor acceso como la italiana no ha ganado ningún Nobel en lo que va del siglo (y ahí está Claudio Magris esperando), tampoco la portuguesa (pero vayan leyendo a António Lobo Antunes porque, si vive lo suficiente, no tardará en ser anunciado como ganador).
Cómo se extrañan esas antiguas colecciones de Aguilar y de Orbis en las que publicaban, en buenas ediciones y a módicos precios, en tirajes milenarios, las obras principales de los autores galardonados con el Nobel. Sin embargo, desde 1985 dejaron de aparecer y los lectores han tenido que diezmar sus quincenas y escarbar dolosamente en su bolsillo para poder costearse alguno de los libros premiados por el Nobel publicados por editoriales independientes.
“Una persona que se siente culpable, se convierte en su propio verdugo.”
Séneca
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) dentro de El buen mal –su última publicación– no solo afianza méritos propios como los premios National Book Award y Narrativa Breve Ribera del Duero, sino a la par, confirma el buen momento del actual boom de plumas argentinas como Mariana Enríquez, Leila Guerrero, Ariana Harwicz y María Gainza, entre otras.
Schweblin, a través de seis relatos breves y bien escritos que entremezclan la cotidianeidad y los avernos internos, hace una multifacética exploración de la culpa y de lo que conlleva el sortear la tragedia: una madre, una hermana, una hija, una esposa y una compañera de cuarto se confiesan ante el lector gritando desde un silencio envestido de memoria. Cada una de sus protagonistas, todas ellas vulnerables y terriblemente humanas, deambulan en la pasividad femenina y en la nimiedad de la vida, pero cargando culpas, quebrantos e insatisfacciones que detonan en un perenne estado fragmentario común.
“–Así es el hombre con el que me casé –dijo Denyse–. Te parece un héroe al principio, un ingenuo diez años después, un necio a los veinte, y luego ya es demasiado tarde para separarse.”
“Lo raro siempre es lo cierto”, advierte el prólogo de la obra, y es que la autora insiste en astillar el mundo interno de quienes habitan bajo relaciones aparentemente perfectas, parajes aburridos, visitas familiares y días intrascendentes. Desde obras anteriores –como en Siete casas vacías– la argentina ya acentuaba esta búsqueda por detonar a las voces profundas que corrompen y destrozan por dentro.
Tenías catorce años ibas a terminar la secundaria.”
José Emilio Pacheco
La literatura mexicana tuvo en José Emilio Pacheco a uno de sus mejores exponentes en cuanto al paso de la niñez a la adolescencia, y el mexicano Carlos Ferráez (CDMX, 1990), busca en su obra seguir con esa línea a través del viaje de autodescubrimiento. Dentro de Mapas inútiles, Ferráez nos presenta a un adolescente quien, apoyado del recuerdo y en un recién descubierto entendimiento adulto, intenta resolver el misterio familiar para dar con el paradero de su padre biológico, a quien no conoce. Dicha búsqueda se traslada desde la Ciudad de México hasta la playa de Miramar en Tampico, entre personajes pintorescos, desencuentros amorosos y supersticiones alienígenas.
Independientemente de la apreciación propia que se tenga del autor –en sus distintas facetas de cronista, novelista o ensayista– es de apreciar que Villoro es el centro de cualquier tertulia; el sociólogo y políglota no solo tuvo la suerte de estar cercano e involucrado con personajes de enorme trascendencia cultural, sino que su notable observación, memoria y profundidad en materia, lo convierten en el invitado más deseado de una reunión que asuma la postura de “culta”. Su formación casi renacentista lo versa en diversas materias que amplían el abanico temático de su obra.
“Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia dentro, despierta”.
Jung
¿Qué pasaría si los sueños irrumpieran la realidad y la controlaran? ¿Confeccionaríamos mundos perfectos o nuestro inconsciente se encargaría de manifestar lo más obscuro de nosotros?
Esto es lo que explora Diego Cristian Saldaña (MX, 1990) en Tiene la noche un árbol a través de dos historias que, con líneas narrativas distintas, entregan a dos personajes opuestos con una línea en común y una misma cualidad: la capacidad de manifestar aquello que sueñan y llevarlo a la realidad.
Al utilizar el recurso de los sueños lúcidos –ese fenómeno inasible bajo el cual, quien sueña, ya sea por azar o por ejercicio cognitivo alcanza consciencia de aquello que está soñando– el autor mexicano nos entrega un mundo salpicado de surrealismo, de referencias artísticas, de imágenes poéticas y de mucha introspección a través de una narración que se pregunta todo y raya en lo microscópica.
¿Qué acabo de leer? La pregunta se impone al zanjar la última página. Parece que me haya quedado dormido. Y que he soñado. O me ha visitado un ángel que me ha metido imágenes imposibles en la cabeza. Y, sin embargo, uno tiene -yo tengo- la sensación de haber estado en un lugar real, de haber conocido a alguien. La realidad me ha tocado la cara. La de un edificio de apartamentos donde las mascotas tienen el acceso restringido, lo que no impide -como una metáfora del poco respeto a la ley escrita que reina en el país, allá afuera, del cual solo sabes que vosean- que cada uno de ellos sea habitado por, al menos, un animalillo.
La lectura de Pensión de animales se organiza como el mítico tebeo de Ibáñez 13, Rue del Percebe, piso por piso, bajando por la escalera hasta la portería y saliendo incluso a la tienda de la esquina. Cada capítulo nos abre la puerta de uno de los apartamentos y nos encarnamos en sus moradores, sean humanos o animales, mortales o divinos. En total, la acción no abarca más de diez minutos, y, con todo, una parte significativa de la vida parece palpitar ahí, en tan poco tiempo y tan poco espacio. Todo empieza con un portazo y sigue con el descenso atropellado y estruendoso de las botas de una tal Laura por la escalera. Los vecinos, puerta por puerta, van despertando de su sopor, se preguntan qué pasa, y cien páginas después, llegando a la portería, ya conocemos las miserias de cada uno de ellos. Hay un tipo obsesionado con el místico sueco Swedenborg y su teoría angelical -descabellada y sugerente- acerca de por qué pensamos lo que pensamos; un inquilino se enfrenta a una alimaña; un ser encerrado en un perro fabula cómo escapar de su actual cuerpo-cárcel; un pobre diablo solo quiere comprar una azucarera, pero resulta que comprar una azucarera –esa azucarera- no es algo tan baladí. ¿Por qué sentir cierta familiaridad con cada uno de estos antihéroes? Porque no es el qué, sino el cómo, y Pensión de animales está escrita con un potente motor descriptivo.
El alucinado caleidoscopio de voces en primera persona, puro presente, río de acción tras acción, exige una lectura del tirón: la narración te agarra de las solapas y te sacude. Para respirar, la perspectiva de un ángel inyecta en el relato un aura onírica, como si lo viéramos todo a través de un cristal azulino, las voces amortiguadas, los gestos a cámara lenta. Y luego, de repente, se reprende el frenético ritmo del taconeo escaleras abajo hasta dar de bruces con la puerta de la vecina más bronca. Y llega el milagro de la novela.
Tras el cenit, para cerrar el viaje de descenso, el autor rebobina y aprovecha para cerrar un paréntesis simbólico abierto en la tercera página -apenas ha empezado la estampida escaleras abajo-, y así otorgar perfecta circularidad al conjunto. Una cacatúa, un ojo, una carnosidad roja que excede la norma, un afilado cuchillo, la tentación de nivelar, de igualar, de dejar al ras, vence, y la carne pierde, y hay un derrame, que anega, que lo encharca todo. Nuestras manos, agarrando el librito, sienten la humedad. La precisión descriptiva alcanza aquí cotas pornográficas. Casi salpica al lector. ¿El qué? ¿La sangre? No, el elusivo sentido del texto.
¿Qué hacemos si tenemos una balanza que necesita ser equilibrada? ¿Le aumentamos peso a un lado o aligeramos el otro? Más aún: ¿existe la posibilidad de aligerarlo o se trata de una condena plomiza?
Los personajes que habitan el mundo literario de Nanda (Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2022) parecen estar sumergidos en esa búsqueda, ya sea a través de la carga de peso material, de los posibles remedios –caseros principalmente–, de la manera en que los nombran o de evadir sus dolores físicos. ¿Cómo se lidia con el desgaste?
Aldo Rosales Velázquez transporta al lector a un pueblo asentado en los linderos de las vías férreas y de una refinería que hace tiempo sufrió una explosión. Niños que juegan a quemar ratas, soldados encargados de resguardar el acceso a la planta, aspirantes a luchadores, entrenadores, jugadores de billar, mujeres que se apencan a su familia en las espaldas, cada uno de los habitantes vive en constante incertidumbre de que la refinería cobre, una vez más, la vida de sus pobladores. Como los residentes en zonas sísmicas que esperan el siguiente terremoto.
El escritor, quien reniega de este apelativo por considerarlo Mayor, ya ha destacado como cuentista y cronista, en donde permea una semántica de imágenes cuidadosa e incrustación quirúrgica de elementos. Nanda no hace sino confirmar las aptitudes mostradas anteriormente en su obra por la selección de escenas, silencios, metáforas, diálogos, elipsis, ambientes y un etcétera de recursos literarios de los que se vale para situar la mirada en una atmósfera que bien podría retratar Felipe Cazals.
A sabiendas de esto, el primer capítulo es revelador: muestra de distintas maneras los caminos que tomarán las historias de los personajes. Destacan cinco de ellos: Ángel, un soldado corpulento comisionado como vigía de la refinería y quien trae a cuestas un pasado neblinoso; Fernanda (Nanda), madre soltera y muy joven que desea escapar de su realidad que la atenaza; Cruz, un niño que añora ser adulto, trabajar, ayudar a su abuela al borde de la locura, y encontrar a su madre desaparecida; Miguel, un joven que perdió a su padre en el incidente de la refinería y que sueña con debutar como luchador; y el Licenciado, acaso el personaje más envuelto de hollín, un hombre de negocios (de negocios que requieren golpeadores) y dueño del gimnasio de lucha libre.
El gimnasio es uno de los principales escenarios de la novela, donde se da, acaso, el encuentro más significativo: la única vez que Nanda y Ángel se conocen y conversan sobre la vida, sobre sus inquietudes. Además porque la lucha libre habita el libro y la portada es clara al respecto. Aldo Rosales aborda, tanto en sus piezas de crónica y cuento, los deportes de contacto a los que les tiene tanta afición como respeto y cuyos dolores también ha padecido: ha entrenado varios de ellos, como la misma lucha libre, jiu jit su, lucha olímpica y otras más.
Que no se corra el riesgo de pensar que se está frente a una pieza más de folclor y desconocimiento del entorno luchístico. Aldo se aleja de los clichés, de los efectismos y los ejercicios de imaginación que pueden hacerle mucho daño a la literatura. Prefiere observar, ser fiel con la construcción de sus personajes, apoyado de imágenes poéticas. Se sumerge en la psicología de quienes dedican parte de su vida –o su vida completa– a ello y no se limita a dibujar perfiles. Esta última característica es un requisito mínimo que se le debería pedir a cualquier narrador.
A lo largo de sus páginas, Nanda erige la historia de cada habitante, hace padecer sus pérdidas y compartir la incertidumbre que contagia el misterioso hospital del pueblo, con una prosa que no suelta. Además de apartados, o subcapítulos, que van enganchando en una suerte de cuento invertido, en donde ciertas claves se asoman y se torna en una narración rebobinada.
El desgaste y el polvo crean una atmósfera ceniza, aunque no por ello incómoda, y lleva a los personajes a atravesar hipotéticas y literales capas de humo, en esa búsqueda de sacudirse el peso de la tragedia que vivió la refinería y sus trabajadores, de limpiarse la tierra que oculta el recuerdo de las desaparecidas, de encontrar una variación no desgastada de nuestro nombre: Nanda porque ya la habían llamado Fer demasiadas veces, tantas que necesitaba equilibrarlo.
Para los tiempos corrientes en que autores hacen una búsqueda en Maps con la idílica ilusión de respirar tal o cual lugar del mundo, o que compensan la falta de cohesión con elementos puestos al azar, o que tildan de investigación una frugal conversación con alguien por Facebook, Aldo Rosales Velázquez hace efectiva aquella sentencia de Chéjov: “Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.”
Si con sus novelas anteriores (Nuestro mismo idioma y la compleja Agenbite of Inwit) el mexicano Alejandro Espinosa Fuentes (CDMX, 1991) ya había demostrado un terminante dominio del lenguaje, en su última entrega Mundo anclado (Contrabando y Nitro Press, en coedición española y mexicana, 2023) el autor sale bien librado bajo una interesante narración polifónica. Dentro de una suerte de caleidoscopio cinematográfico, los personajes de la novela narran la misma trama desde una perspectiva propia, encimando imágenes y diálogos condicionados por lo subjetivo y la exégesis velada de cada uno de ellos. El cambio de voz narrativa de Espinosa Fuentes no solo es impecable, sino indispensable para armar el rompecabezas que el autor propone.
“¿Por qué para hacer justicia
uno debe disfrazarse de asesino?”
Mundo anclado en principio parecería ser un thriller bien construido, de corte detectivesco evocando a La promesa de Durrenmatt (1958) y otros ejemplos de novela negra; pero sus líneas narrativas a lo Bolaño, Torri y Faulkner, entre otros autores modernistas, incluyendo un leve coqueteo de culteranismo de Francisco de Góngora, la clasifican como una novela total; y la realidad es que Mundo anclado es una novela que delinea y denuncia las formas de un país roto, desvela sistemas burocráticos y anacrónicos que rigen la política, las instituciones y la literatura en México. Espinosa Fuentes no se arruga para exponer desde la fallida justicia mexicana hasta a las vacas sagradas de nuestra clase culta:
“Los intelectuales pierden la perspectiva política a la menor provocación, creen que las migajas que les avienta el Estado son privilegios y se ven a sí mismos como iluminados de la más alta sociedad, sin saber que para las clases bajas son chocantes y para las clases altas monitos de feria”.
¡De acuerdo! ¡Nos confesamos! No terminamos de leer completo el primer volumen del llamado «acontecimiento literario del año», Los comienzos del genio italiano Antonio Moresco, de quien se dice que escribió esta colosal novela de más de 3000 páginas a mano, sentado en la taza del wc, y fue rechazado durante 35 años por todas las editoriales que existen antes de consolidarse como un clásico moderno que le ha valido merecidas comparaciones con autores de la talla de Joyce, Proust o Cartarescu. Pero el 0.4 que llevamos leído de su novela nos pareció suificiente para incluirla en nuestro listado del año.
De acuerdo, de acuerdo, los siguientes libros que aparecen en nuestro listado sí tuvimos la fortuna (o el tiempo) de leerlos en su totalidad y son una amena selección de propuestas narrativas o poéticas que nos interesaron por su estilo, arriesgado e incoformista, el cual conjunta el caprichoso gusto de nuestros colaboradores y quizá deja de lado algunas novedades bestsellerosas (perdónenos los fanáticos de Stephen King…)
Hay que reconocer que hubo grandes libros que leímos en 2023, pero que luego nos dimos cuenta que habían sido editados el año anterior o que , debido a tardías traducciones o cambios editoriales, serán reeditados en 2024, éste es el caso de Elizabeth Finch de Julian Barnes, Ojos de caballo de Henry Trujillo (reedición del décimo aniversario), Cabalgar un unicornio en la playa de Enrique Carro, Pensión de animales de Pablo Silva Olazábal, Mundo anclado de Alejandro Espinosa Fuentes (que será publicada en México en 2024) y la que para muchos es la gran novela de 2023, The House of Doors del novelista malasio Tan Twan Eng.
Por otro lado, en nuestra revista tenemos en cuenta que estamos afincados entre México y España por lo que muchas de nuestras propuestas de lectura priviegian las propuestas editoriales no corporativas para visibilizar autores más allá de sus fronteras (perdón Alfaguara, Planeta y Anagrama pero este año se pasaron con sus premios fraudulentos que poco sirven para abrir el panorama narrativo y convierten la literatura en un mero intercambio de favores nepotistas).
Debemos confesar que también dejamos de lado excelentes libros porque no hubo un concenso claro entre nuestros colaboradores para incluirlos en este listado, pero no podemos dejar de mencionar la nueva novela de Patricio Pron, La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, la cual un colaborador amante de los títulos largos (no diremos quién) se aferró en incluir, pero el diseñador le dijo que no tenía cabida en el diseño final (perdón Patricio Pron).
Y, por último, pero no menos importante -aunque es verdad que esto de los números regresivos para calificar al mejor o al peor es una autética tontería hablando de obras de arte (pero aprendimos mal de Nick Hornby con su obsesión por los top 5), es claro que el autor del año no puede ser otro que el merecidísimo Premio Nobel de Literatura, Jon Fosse, a quien nadie conocía cuando le dieron el premio pero que, en cuanto lo leímos, celebramos airadamente porque por fin parece que lo ha recibido alguien que, más allá de la política, es un escritor magistral… Además, se parece mucho a Santa Claus, ¡y estamos en tiempos navideños!
Hoy, mientras que las modas más socorridas son las de fotografiar lugares icónicos, llenar hojas del pasaporte y el apropiarse de cualquier elemento cultural extranjero, el mexicano Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) en Ábaco de Granizo (Ediciones Era, 2022) vuelve hacia su propia historia para retomar lo que verdaderamente es México, y reconstruye su pueblo natal de Ahualulco de Mercado, dentro de un florido mosaico formado de recuerdos y de leyendas.
Sin requerir agregar nada adicional a su virtuosa trayectoria como poeta y ensayista (Premio de Poesía Aguascalientes 1992, Premio Mazatlán de Literatura 2019, Premio Bellas Artes de Ensayo Literario 2013, Premio Iberoamericano Ramón López Velarde 2021, entre muchos otros), Lumbreras se sumerge en un ejercicio nemotécnico para mostrarnos sus humildes orígenes, colmado de leyenda, de familias venidas a menos y de monumentos opacos y olvidados.
En una breve y eufórica reseña a La ciudad que el diablo se llevó (Candaya, 2020) de David Toscana en http://www.goodreads.com, Guillermo Jiménez suplicaba, con fervor, que no leyeran al premiado autor neoleonés: “No lean a David Toscana. La verdad es que no lo merecen. Que nos lo dejen a nosotros, a los bastardos, a los miserables…”[1], prorrumpe en un enunciado quizá algo desproporcionado, pero entendible desde la licencia poética. Lo implora con el celo de quien se guarda la canica más preciada en el patio del colegio. Y algo tiene de razón puesto que cada entrega de Toscana ciertamente es un objeto valioso.
Dentro de Olegaroy (Alfaguara, 2018) –novela acreedora del premio Xavier Villaurrutia en ese mismo año–, el escritor mexicano mantiene la línea narrativa en la que insiste a través de toda su obra: sencillamente el ¿qué es estar en el mundo? y el tratar de lidiar con ello; el ¿qué hacemos aquí? pero todo ello a través de seguir el recorrido que hace Olegaroy a lo Forrest Gump, en donde este robusto e insomne personaje es la fuente originaria de las más antiguas máximas filosóficas como la inexistencia del alma, la redundancia dentro del padrenuestro, la intrascendencia de la filosofía y la incapacidad de alcance de la palabra, bajo el humor socarrón y negro característico de Toscana:
“Olegaroy pensó en las artes literarias. Si el propósito era crear emociones a través de la palabra imaginada, una obra maestra sería llamarle a una señora para decirle que su hijo fue arrollado; o un patrón avisarle a su empleado que le triplicaba el sueldo.”
En tiempos rebasados por discursos cambiantes e industrias plagadas de intrascendentes one hit wonders, siempre reconforta el tener alguna certeza literaria. La sexta edición (2021) del Premio Ribera del Duero nos entrega una constante y un ejemplo de curaduría y cuidado de textos; como antes ya lo había refrendado en años pasados, con la obra ganadora del mexicano Antonio Ortuño, La vaga ambición.
El ganador del presente año, Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973), nos entrega en su obra seis relatos breves pero potentes, en los cuales destacan dos características principales: por un lado, una muy particular voz narrativa, contada desde un narrador que, como pitonisa, advierte y participa en el desenlace trágico e inevitable de sus personajes; y en otros, una primera voz homodiegética que nos arrastra a un lodazal de miedos y recuerdos fantásticos.
Se podría leer Valle inquietante de Anna Wiener como la historia de una chica que logra salir —más o menos indemne— de una de las más peligrosas y destructivas sectas que existen en la actualidad: Silicon Valley. Silicon Valley a partir del 2010 y en adelante, momento en el cual surge la burbuja tecnológica y los fondos de capital de riesgo se ponen a despilfarrar dinero en startups y en toda aquella empresa que pretenda petarlo diseñando la app de moda. (Algunas triunfaron: Uber, Airbnb, Tinder, JustEast, etc., otras se perdieron en ese valle de lágrimas).
Sorprende que, en la última novela de la autora veracruzana de moda, la tensión se descubra pasando la página setenta, ya bien entrada en la lectura; y que la línea narrativa utilizada en sus obras anteriores (como Aquí no es Miami y Temporada de Huracanes) se repita a tal grado que deje una sensación amarga de deja vu.
En Páradais (2021) Fernanda Melchor insiste en presentarnos todas las formas de violencia (verbal, psicológica, de género y sexual) que convergen dentro de dos familias dispares en un elegante conjunto residencial de su natal estado.
Dentro de la misma burbuja que es Páradais, en donde se mezclan pero no interactúan entre sí los que están para mandar y los que están para servir –como es tan común en México–, la soledad y la desidia juntan a Polo y a Franco Andrade, quienes maquilan un plan fallido para paliar sus respectivas condiciones de pobre y virgen de un solo golpe: el primero, un adolescente sin futuro, abusado por todos y condenado a repetir la historia criminal familiar y el segundo, un millenial inútil cuya única función en el mundo parecería ser el respirar y el masturbarse con la imagen de la vecina. El ejercicio social de Melchor es válido, pero queda muy corto en cuanto a trama y complejidad.
A raíz de presentarnos en Temporada de Huracanes un cuadro tan trágico y atinado del México actual, tan plagado de vicios, de violencia y clasismo, la autora se convirtió de la noche a la mañana en la voz femenina por excelencia que exhibió la actualidad horrenda de un país que está roto: una sociedad tan deshilada y opuesta en los extremos, que difícilmente se podría pensar como una misma.